DOSSIER 9.7: Dionisio Cisneros: A través de los ojos de José Antonio Páez

      Para el año de 1867, es publicada por primera vez la autobiografía del General José Antonio Páez Herrera, elaborada en New York por la Imprenta de Hallet y Breen, ubicada en los números 58 – 60 de la Calle Fulton, se trató de dos Tomos, para la Librería y Editorial El Maestro de Caracas, Venezuela, en esta obra el afamado Centauro de los Llanos y ex presidente de Venezuela, dedica un capítulo entero al «Último realista» Dionisio Cisneros. Para este número de la Revista Matria, cuyo dossier a sido dedicado a éste, hemos, decidido compartir de manera integra (in extenso) ese capítulo del tomo II de la obra de Páez, ya que se considera de suma importancia para una mayor comprensión del individuo, visto a través de los ojos de uno de los principales testigo presenciales del accionar guerrerista del llamado Atila del Tuy.

Vuelvan Caras, obras de Arturo Michelena, año 1890, Óleo sobre tela 300 x 460 cms.Vuelvan Caras, obras de Arturo Michelena, año 1890, Óleo sobre tela 300 x 460 cms.

Fragmento de la autobiografía del General José Antonio Páez, Tomo II, capítulo XVI, El Bandido Realista José Dionisio Cisneros.*

        Ya he dicho que después de la batalla de Carabobo ha­bían quedado alzadas contra el Gobierno algunas partidas que pretendían reconquistar los derechos del Monarca espa­ñol, con cuyo pretexto recorrían algunos lugares de Venezue­la, poniendo espanto en las poblaciones rurales, y amenazan­do á veces las ciudades comarcanas. Sobresalía entre los jefes de estos bandidos por su intrepidez y por el imperio que ejercía sobre los hombres de su banda, un indio llama­do José Dionisio Cisneros, que había sido sargento del ejér­cito español, y servido en sus filas por mucho tiempo. Por espacio de once años estuvo recorriendo los valles del Tuy hasta las inmediaciones de Caracas, cometiendo impunemente todo géneros de tropelías; pues atrincherado con los suyos en los montes y vericuetos inaccesibles, se defendía con ventaja de las fuerzas que se enviaban contra él. En un solo mes se gastaron $60,000 para su persecución sin más resulta­do que la pérdida de alguna gente de una y otra parte; pues fué imposible ojear al bandido de sus inexpugnables madri­gueras.

        “Rancheaba siempre en el corazón de las selvas y monta­ñas inaccesibles, dice Baralt, y para no dejar tras sí rastro ni indicio alguno que indicara su camino, hacia marchar su gen­te pisando sobre una sola huella y con frecuencia caminando hacia atrás; con lo que conseguía engañar á sus perseguido­res acerca del número de los suyos y de la verdadera direc­ción que llevaban. El terror que inspiraba á los pueblos y ha­bitantes comarcanos, y sus horribles atrocidades, hacían que en todas partes encontrara este bandido espías por cuyo medio se imponía de cuanto en su daño se tramaba; siendo tan crue­les, prontas y segaras las venganzas que ejercía contra los que una vez descubrían el secreto de su paradero, que los severos castigos empleados por el gobierno para cortar estas conni­vencias no bastaron á impedir que tuviese machos y fieles amigos en los pueblos y caseríos del contorno. Con tales ventajas, raro era el golpe que narraban estos astutos mal­hechores. De improviso y cautelosamente caían sobre ha­ciendas y poblados, y los entraban á saco, ó los quemaban 6 ponían contribuciones como rescates de las propiedades y las vidas; de tal modo que para conservar estos bienes llegó a ser más eficaz la amistad de los bandoleros que el amparo de la fuerza pública. Diversos jefes de los más acreditados por su pericia militar, por su conocimiento de la tierra, ó por su habilidad en este género de guerra, más que á la común & la caza de bestias feroces parecida, se emplearon en ella sin otro fruto que el de ver apocados en la persecución los bata­llones como si salieran de larga y cruel compañía. Muchos centenares de hombres así paisanos como militares sucumbie­ron en estas excursiones difíciles y peligrosas contra un puñado de hombres indisciplinados que ora acometían, ora aco­sados se desparramaban por montes y breñas, huyendo hacia un punto señalado de antemano para su reunión en guaridas inaccesibles y de ellos solos conocidas. Termas y despobla­das quedaron entonces las feraces campiñas que fueron siem­pre y son hoy el verjel y la más rica joya de la provincia. Huyeron á las ciudades sus más acomodados moradores, y solo quedaban los que compraban de Cisneros una seguri­dad precaria, ó la ínfima gente á quienes la miseria sirve de amparo y de resguardo.”

     Lo peor del caso es que el tal bandido con todo el fervor de un cruzado y el entusiasmo de un carlista creía estar defendiendo á mas de los derechos de S. M. Católica, los in­tereses de la religión, según él atacada por los republicanos. Al Gobernador de Caracas se suplicó que excitara el celo cristiano de los curas y sacerdotes del recinto en que vagaba el faccioso para que persuadieran en sus pláticas y exhorta­ciones á todos los fieles del deber en que estaban como cris­tianos y ciudadanos de propender con el Gobierno á que tu­ vieran término tantos crímenes con la aprehensión del que los cometía.

        El arzobispo de Caracas, Dr. Méndez, me escribía en 18 de junio de 1828: “Mira que yo á virtud de lo que me dijiste, estoy pastoreando á Cisneros; mucho desconfío de la empre­sa, porque no tenemos quien puede inspirarle á él confianza; pero por último se hacen las tentativas, y si se logra el golpe son inmensos los bienes que resultan, porque ya hasta la fal­ta de maíz aprieta.”

        Viendo yo que la fuerza era impotente para destruir al bandido, y que la persecución le excitaba á nueva audacia y mayor energía, me propuse valerme del halago para atraerle á la vida civilizada. Si logro que el indio se ponga zapatos, de­cía yo á mis amigos, la cuestión está decidida á favor nuestro. Una de las guerrillas que le perseguían le cogió un hijo de pocos años, al cual hice yo bautizar sirviéndolo do padrino y encargándome de darle educación. Favorable me pareció tal coyuntura para entrar en relaciones con el padre, y di principio á una curiosa correspondencia que conservo íntegra. Comencé por informarle del parentesco espiritual que había­mos contraído, y el cual nos obligaba á ambos á tener la ma­yor confianza mutua. Su respuesta fué más amable de lo que debí esperar de la rusticidad de su carácter, y ya cobró ánimo para proponerle que abandonase la vida errante por los bos­ques para buscar el reposo y tranquilidad de la vida civiliza­da protegida de las leyes.

       Ofrecíale además proporcionarle medios de ganar su sub­sistencia á fin de que viviera quieto, seguro y contento al la­do de su hijo á quien yo tenía en la escuela. Advertíale que ya era tiempo que dejara de servir al Rey que lo había aban­donado, y que lo tenía reducido á vivir oculto entre breñas, y que era inútil defender las banderas reales, cuando ya el Rey de España había renunciado sus derechos al territorio venezolano.

        Contestábame Cisneros con carácter oficial quejándose de los jefes de operaciones que obraban contra él, y entre otras razones me decía “ que no estaba cansado ni se cansaría nunca de servir á Dios, que era oficial del rey, que sabía lo que era honor, y que no faltaría jamás á su palabra.”

        Con la mira de inspirarle más confianza salí de Caracas y fui á pasar unos días á la hacienda de Súcuta, situada en uno de los territorios por él asolados. Allí procuré atraerme á los campesinos que bien sabia eran sus compinches, dándoles grandes comilonas de hayacas, que siempre terminaban con el baile llamado carrizo á que eran aquellos muy aficionados. Tan popular me hice que Cisneros me llegó á cobrar afecto según me lo indicaba en algunas de sus cartas; y una de ellas me dio tantas esperanzas de poder catequizarlo que dirigí al Secretario de Estado y del Despacho de la Guerra la siguien­te nota:

Valencia, Setiembre 1° de 1831.

Al Señor Secretario de Estado y del despacho de la Guerra.

        He recibido el oficio de V. S. del 22 del mes próximo pasado en que acompañándome la carta que me dirijió el faccioso Cisneros, me informa que el Gobierno usando de la atribu­ción 11a del art. 118 de la constitución, con acuerdo del Consejo está pronto á conceder indulto al expresado Cis­neros siempre que se someta á la Constitución y leyes del Estado, ó pasaporte para ultramar si prefiere salir de Vene­zuela, y que se me autoriza para contestarle ofreciéndole uno y otro recurso, entrambos con plena seguridad.

        La reducción de Cisneros á la vida civilizada, después de haber andado errante en los bosques por muchos años, es en mi concepto obra más difícil de lo que parece. Si en estos momentos en que él ofrece abandonar sus guaridas se le habla de sometimiento á la Constitución y á las leyes, el recuerdo de sus atentados anteriores puede inspirarle temor, y retraerle de su voluntario ofrecimiento: él está acostum­brado á vivir según sus caprichos, á gobernar por ellos, y á ser obedecido sin excusas: su sometimiento entero á las leyes debiera según mis ideas ser más bien la obra del tiem­po que de la violencia.

        Cuando considero los gastos inmensos que ha causado Cisneros al Gobierno, los males que ha hecho á los particu­lares, los bienes de que ha privado á la sociedad impidiendo el cultivo de los feraces valles del Tuy, las ansiedades y te­mores en que ha hecho vivir á los principales agricultores y en que alguna vez ha puesto al Gobierno mismo, y cuando preveo las consecuencias que resultarían de no aprovechar esta oportunidad para ganarle y hacerle entrar como insen­siblemente en sus deberes, me parece que no debo reprimir mis ideas sino antes bien presentarlas para su meditación al Gobierno.

    Cisneros adoptó la vida que lleva después do los grandes triunfos de las armas republicanas, y la ha continuado sin respetar los recursos todos del Gobierno de Colombia : in­fiero de aquí que no fué el temor el que dictó la carta que el Gobierno me ha remitido, sino el cansancio y todavía más el amor de su hijo que está en mi poder, y el deseo de verle: los hombres que no han sofocado los sentimientos de la naturaleza por los grandes intereses do la sociedad, suelen ensanchar aquellos, con toda la efusión de su corazón, y no será extraño que Cisneros esté dispuesto á renunciar todas sus ideas, por la mas consoladora y natural do reco­brar su hijo, y mantenerle á su lado. El Gobierno pudiera sacar grandes ventajas de esta favorable disposición sin per­judicar las instituciones y sin otro mal que hacerle pedir á él después, un bien que ahora rehusaría porque no lo conoce.

       Sin exigirle el expreso sometimiento á la Constitución ni á las leyes si él lo resiste, se podría convenir, en que renuncie á las hostilidades ofreciéndole que no se le perseguirá, y que puede trabajar con entera seguridad de su persona, y de dis­frutar de sus cosechas vendiéndolas á quien le parezca. Toda­vía más; como el Gobierno puede disponer de cierta cantidad para gastos extraordinarios, seria esta buena ocasión de dar­le algún dinero para principio de su labranza y hacerle fijar su atención á un terreno, criar amor á la propiedad, y placer en la conveniencia. Entonces él se convencería de que le es mucho más útil y aun necesario someterse á la Constitu­ción, y tener la protección del Gobierno, que estar privado de esta.

      Por otra parte, ningún mal se sigue de que Cisneros solo deje de hacer este acto de homenaje á las leyes que sin duda es un deber de todo venezolano: hasta ahora no lo ha hecho y sin embargo ha vivido en Venezuela á nuestro pe­sar; seria pues más ventajoso que viviese por algún tiempo más por un acto de deferencia del Gobierno á su incapaci­dad. Téngasele si se quiere como una fiera que comienza & domesticarse, hasta que olvide sus caprichos y pierda sus re­cursos cambiándolos por otros que le proporcionen tranqui­lidad y el bienestar de su persona y de su familia; y entones será la oportunidad de hacerle entrar en deberes como en el pleno goce de sus derechos.

      Se diría por alguno que esta erogación del Gobierno es injusta y que el título de malhechor es lo que ha estimulado al Gobierno para hacerlo; pero es bien fácil responder con hechos á esta imputación; pues hasta ahora ha dado el Go­bierno pruebas bien claras de la energía con que sabe em­plear la fuerza pública contra los maquinadores. Cisneros no está en el mismo caso: ha desconocido siempre el Go­bierno de la República: ha obrado hostilmente, y ha mante­nido su puesto: nadie duda que es hombre peligroso, y por experiencia dolorosa sabemos los males que puede causamos, y que ahora tenemos la coyuntura de evitarlos.

         Conforme á estas ideas, he contestado la carta de Cisne- ros, tratándole del modo más halagüeño y cariñoso, ofrecién­dole seguridad y condescendencia. Acompaño al Gobierno la contestación para que si la aprobare la remita por un conducto seguro, ó me la devuelva si insistiere en que se cumpla el acuerdo del Consejo de Gobierno de que me in­forma en su citada comunicación, á fin de cumplir con su contenido: pues si no lo he hecho ahora es con el fin de que el Gobierno tenga presente mis ideas por si le parecie­sen adaptables. En todo caso, y cualquiera que sea la última resolución, deseo que este oficio no se publique en la Gace­ta, porque llegando á noticia de Cisneros no sea motivo para disgustarle, como también que se suspendan las hostili­dades hasta la conclusión.

          Soy de V. S. muy atento servidor,

José A. Páez.

 

        Finalmente le propuse que tuviéramos una entrevista, y él me contestó que cedía á mis instancias, y en nombre de la Santísima Trinidad me esperaba en la montaña Lagartijo, provincia de Caracas.

        Sobre este encuentro tan singular dejo la narración al N° 59 del Grand Journal del 21 de Enero 1866, que copia al Bo­letín de la Sociedad de Arqueología de Seine et Marne:

“Un jefe de bandidos, llamado Cisneros, asolaba el país con uno de esos pretextos que nunca faltan en aquellas comarcas & las gentes de su temple. Había burlado todas las persecu­ciones de tal suerte que el Presidente Páez se propuso ir solo á habérselas con Cisneros, y tratar do desarmarle. De nada sirvieron los ruegos, y partió acompañado de solos dos edecanes y un antiguo lancero de los llanos.

        Llegando al pié de la roca inexpugnable en que se había atrincherado Cisneros con su terrible banda, ordenó Páez al lancero que fuera á anunciar su llegada al tan temido jefe.

     El valiente llanero que jamás había cejado ante la metralla ni las bayonetas españolas, vaciló un momento dirigiendo á su general una mirada de ternura y do sorpresa.

— Anda y piensa solo en el bien que puedo hacer ponien­do término á los males que ese hombre ha causado.

 — Media hora después volvió el fiel mensajero.

 — ¿Qué ha habido? le preguntó Páez.

— General, no suba V. allá; porque encontraría 200 bandidos armados de pies á cabeza que lo esperan para asesinarle, pues el jefe me ha dicho con una sonrisa horrible que será Y. recibido como se merece.

— Pues bien, espérame aquí, y ustedes tres (dijo volvién­dose á sus dos edecanes) si no vuelvo antes de puesto el sol digan á Venezuela, que he muerto en su servicio.

       Y sin perder tiempo, el general Páez subió solo á la mon­taña en cuya cima ya se estaban haciendo los preparativos para su suplicio.

       De repente al doblar de una estrecha senda cuyas orillas daban á precipicios sin fondo, se encontró, como se lo había anunciado el llanero, en presencia de 200 bandidos formados en línea de batalla, armados de carabinas, trabuco y esos puñales de dos filos que en Oriente dicen yataganes y los montañeses de las Cordilleras llaman machetes. Su jefe, hombre de elevada estatura y rostro sombrío y amenazador, llevaba un par de pistolas al cinto y se apoyaba orgulloso so­bre una carabina de dos cañones. Estaba algunos pasos distantes de la tropa.

—Páez, le dijo desde que vio asomar al Presidente, ¿cómo te atreves á subir hasta aquí? ¿Qué vienes á hacer en medio de tus más encarnizados enemigos?

—Vengo solamente á entenderme contigo para poner tér­mino á la guerra de exterminación que ha asolado hasta aho­ra á nuestra patria.

        Semejante resolución y sangre fría produjeron­ indudable­mente profunda impresión en el atrevido bandido del Tuy, pues su venganza, puede decirse, quedó como suspensa so­bre la cabeza de su víctima. Notólo Páez y concibió algu­na esperanza; pero no pudo prever la terrible prueba á que le iba á someter su feroz adversario.

— Tú ves, le dijo Cisneros, que con mis doscientos valien­tes compañeros puedo luchar contra todas las fuerzas de que puedes disponer: que no temo; que puedo poner á precio tu cabeza ó verla caer á balazos; pero no se trata de eso.

 — ¿Quieres para formar una idea de la habilidad de mis com­pañeros de armas, mandarles algunas maniobras y el ejerci­cio de fuego?

        Convencióse Páez de que su muerte estaba decretada, mas no vaciló en responder al reto sangriento, y sin manifestar la más leve inquietud, dio algunos pasos como una heroica víctima hacia sus doscientos verdugos, y les mandó algunas evo­luciones que ejecutaron con tanta precisión como rapidez….

      En fin había llegado el momento supremo! Páez, á quien Cisneros observaba con curiosa ansiedad, se planta con la fren­te erguida y el rostro tranquilo delante de la columna que va á disparar sus armas, y derribarle muerto, y le manda el ejercicio de fuego. El sordo ruido de las baquetas en las ar­mas que ha mandado cargar, le prueba que la orden era inútil, puesto que cada uno de sus enemigos tenía más de una bala en su carabina para atravesarle el corazón

Apunten, dijo.

       En el momento en que los bandidos á quienes él mismo ha dado la señal de su muerte van á descargar las armas, Cisneros subyugado por el ascendiente que aun en los hombres más feroces ejerce un gran valor acompañado de tan subli­me resignación, hace una señal que los suyos comprenden…. Todas las carabinas que se habían bajado amenazando el pe­cho de Páez, se elevan lentamente sobre su cabeza. Más de doscientas balas parten silbando por el aire… Pero el intré­pido Presidente de Venezuela ni aun ha pestañeado….

— ¡Me has vencido! le dice entonces Cisneros, ¡de aquí en adelante cuenta conmigo vivo o muerto!

       Pocos instantes después, el General Páez volvió á Caracas, acompañado de un sincero amigo, un buen ciudadano, que desde aquella época solo ha figurado en las filas de los defen­sores de su patria.”

     Efectivamente Cisneros bajó conmigo á Súcuta mostrán­dose tan rendido á mis obsequios que el general Ortega me decía aludiendo á la experiencia llanera para conocer cuando un animal bravío está ya completamente sometido: “General, ya el indio dejó caer la oreja.” Así fué vencido con la ge­nerosidad y la franqueza el hombro que por el largo espacio de once años no había podido serlo por intrépidos oficiales y numerosas columnas de tropas.

        Redújose pues á la vida civilizada: hice que se le cedieran terrenos en el Tuy para que los cultivara con sus antiguos compañeros. Como el hombre no había conocido otra ley que su voluntad y la violencia, no dejó de cometer algunas tropelías, que yo le disimulé, porque mas provenían sus crí­menes de crasa ignorancia que do maldad proterva, pues en él obraba el instinto siempre en vez de la razón. A toda observación que se le hacía cuando violaba alguna ley, con­testaba que él no se había presentado al Gobierno ni á la Re­pública sino á su compadre; que él era para la ley (le su com­padre y para ninguna otra. Así decía el coronel Stoppford) encargado por algún tiempo de su persecución: “La liga que nos une en el día con Cisneros es sola y exclusivamente la persona de V.E., y faltando esta no hemos conseguido nada. Ni respeta nuestro Gobierno ni sus leyes, como él mismo lo da á entender en todas direcciones. En estos puntos él no ha cambiado, y estoy persuadido de que no se someterá jamás á nuestras instituciones sino por las persuasiones de Y. E., y por el grande y verdadero amor que le tiene.”

        Sin embargo yo le empleé cuando lo creí útil, y correspon­dió á mis deseos; mas porque no desmintiese aquel nuestro proverbio de que quien malas mañas há, tarde ó nunca las deja, volvió Cisneros á las andadas, y si bien le disimulé mu­chas, no pude llevar la indulgencia hasta el extremo de per­donarle una falta de insubordinación. El año 1846 me vi obligado á entregarle á un consejo de guerra que le condenó á ser pasado por las armas con unánime aprobación de todos los ciudadanos, que nunca tuvieron mucha fe en la conversión de mi compadre.

Es transcripción tal cual se encuentra en la obra.

Nota:

* A la luz de los documentos (partida de nacimiento, entre otros) que reposan en el Archivo General de la Nación, hoy se sabe que el verdadero nombre del afamado Indio Realista era Dionisio Ramón del Carmen Cisneros Guevara.

Fuente consultada:

  • Páez Herrera, José Antonio, «Autobiografía del General José Antonio Páez«, Caracas, Edición del Ministerio de Educación Nacional, Dirección de Cultura, Tomo II, 1946, 662 pp.

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